Alabanza de su voz



Me gustaba su voz que repatriaba
pájaros amarillos
porque la suya
no era una voz austera,
una voz astringente o temerosa
sino una voz en vuelo,
un estallido en vuelo,
un mar que se volaba hacia la hondura
como un pez delirante y neptuniano.

No era una voz sin viento,
semioculta en los rincones para no mostrarse
y driblando con la tontería sus ganas de decir.

Por el contrario
su voz era un recurso de promesas,
una labranza desaforada de predilecciones
dentro de una chistera de hacer rendir el pan.

Su voz era tan rara
que en ella sonaba bien hasta un rebuzno
y por qué no decirlo:
tenía una voz de seducir madrastras tristes.
Una voz de esas voces que quieren los poetas
para hacerse famosos a estocada de versos.

Una voz bruja o una voz embrujada
en que plantar olivos o maquetar diez barcos.

Me gustaba esa voz que nunca iba a ser mía
por más que yo esmerara mis maderas
o tejiera edredones de largas lanas mágicas.
Todo se entiende el día en que el cartero dice:
“hoy no hay carta”
y lo repite también al día siguiente,
la siguiente semana y la que sigue
y lo repite aún después del mes.

Al revés de Sabina,
para decir adiós no hubo motivos.


Eso es algo que ocurre, simplemente.


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